lunes, 5 de mayo de 2008

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Tiemblo. Recojo el sobre que dejaste por debajo de mi puerta. Hablas de tu infancia, sobre una hoja con letra de molde y tinta azul. No sé si sea tu pulso temblando mientras escribes o mis ojos en movimiento. Leo difuso.
Agradeces a la vida de tu padre, los abrazos de niña, su presencia constante provocando tu risa, tu felicidad.
En un sobre dentro del sobre está lo que titulas “travesuras de mi lente”, es la última sorpresa, dice entre paréntesis. Tiemblo y sé que no podré rasgar la puerta del papel Manila, que no encontraré de facto la travesura, que apenas la vista me alcanza para saber de tu suerte echada en una carta.
Si el agua para el café me avisa su nobleza para beber lo antes posible, tendré la opción de regresar de mi modorra, de ese shock en el que tiemblo sin cesar.
La regadera es otra opción. La cocaína ya no, hace tiempo que dejó de funcionar. La mariguana sólo me llena de peso el cerebro, de paranoia, de ganas de que el efecto claudique, de volver a ver difuso, conciente, sin estímulos.
Pienso que escuchas esta reflexión y sé que no me creerías, porque insistías que dejara el consumo, que me dedicara a lo mío, la música, que cuidara la flauta, que compusiera con responsabilidad, que respetara los contratos, las invitaciones, los espectadores, el teatro lleno esperando por mí.
Mala influencia esas lecturas, repetías cada vez que recostado en el sofá se me iban las horas en la lectura. Me desconectaba del mundo, olvidaba la premura por la composición. Discutía con los personajes de Mutis, me sumergía en los barcos y sus desventuras, caía en naufragio, vivía las pesadillas de Maqroll, de Ilona, gritaba como Abdull Bashur al brindar por la crueldad de la vida.
Pasaban las horas y me sumergía en los olores de la base de cocaína, el bote de aluminio convertido en pipa improvisada, en las jeringas reciclando mis venas.
Llegabas para salvarme, ponías la flauta en mis labios, salía el aire suficiente para construir las piezas de tu predilección. No sabíamos de dónde alcanzaba fuerza, pero nos atorábamos en el baño, entre el lavabo y la taza, llenos de sudor.
Volvías a la ciudad con tu atuendo de gerente del cine. Cumplo ahora la promesa de no recordar cuántas veces nuestra silueta se colaba en la pantalla, porque nos divertía besarnos ante la luz del proyector.
Siempre la madrugada esperándome, y tú entrando a la habitación después de recorrer amores, porque así acordamos, porque lo que te atrajo de mí fue la libertad en la propuesta de darnos.
Volvías con botellas de cerveza, con el aliento cansado de besos, con las manos de recorrer caricias. Volvías con tu pelo de engrudo, cayendo, con la piel y la cintura exactas.
El café ahora calienta mi garganta, y hace la función de cocerme el estómago, de sentir la lengua, de excitarme el hambre de esos días de mirarte entrando en mi buhardilla, la que no deja de ser la misma, la que guarda esas fotos que experimentabas en la azotea, con el cuerpo desnudo y la ciudad de fondo.
Te metías al baño con el revelador y las charolas, las pinzas que te hice con el cadáver de la última flauta que aplaste con mis pasos torpes. El carrizo es inmune a los químicos. Lo supimos cuando extendías las impresiones, para que escurrieran, para que estuvieran listas y entregarlas a tiempo a la sección dominical del periódico.
La maravilla de tus labios es vigente en mi memoria, tus ojos descubriendo las imágenes recién capturadas por la lente de tu Canon. Levantabas las historias de los transeúntes, el vuelo de los pájaros, la tragedia de las alas en ese alambre donde un corto apagó la vida de una paloma blanca. Tengo esa foto en la pared de tu recámara, llena de impacto los ojos fuera de la cabeza, atrás las alas piden clemencia al viento. El marco es de carrizo, de otras flautas, de otras torpezas.
Cuentas en tus letras azules, ya con menos temblor en mis ojos, que alguien vino y te propuso matrimonio, que la propuesta para exhibir tus fotos en Europa fue la oferta de una beca, que estudiar en el extranjero siempre te sedujo. Me dices que en unos días tu visa estará lista. Que te llevarás en la maleta uno de mis discos, el pañuelo que atrapaste al final del último concierto que di, el que aventé con premeditación a la penúltima fila, donde estabas como invitada especial. Después del concierto me escribiste en el programa de mano: El auditorio estaba frío y yo estaba en todos lados, en cada asiento, esperando, observando. Mi cuerpo inmóvil en el instante el que todo se movía de arriba abajo, viajando de lado a lado. Eran tus notas un barco dentro de mi cuerpo.
El temblor en mis manos disminuye. Saber que te llevas algo de mí es saber que algo queda dentro de ti.
Con mis uñas desprendo la solapa del sobre, va emergiendo un papel flexible, de textura frágil. El blanco y negro de la imagen se vuelve un golpe en mis sienes. Encuentro difuso en la mirada la fotografía que hiciste una mañana, antes de tu vuelo.(carlos sánchez)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Pfff.
Lo peor de un (mal) escritor es cuando no hace casos a los consejos porque
a) lo que escribe es nada más un pasatiempo
b) hay que invertir demasiado tiempo para mejorar y eso le impediría ver los atardeceres y demás contemplaciones poéticas
c) hay que conservar en buen estado el ego

Lénon Guerrero dijo...

chingado compadre, escribes tan mal que voy a tener que entrar al quite para aplacar la ira de los paladares lastimados

.

muy pronto

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o casi

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puto el que lea