domingo, 4 de mayo de 2008

Móvil


Foto:Pina Saucedo


No sé porqué las notas de esa canción me llevan a ti. En el refrigerador quedaron las flores que no recibiste. Dicen que si los pétalos se congelan, se congelará también la emoción.
Esta cama de campaña la heredé de mi padre, de cuando él era cazador y llevaba en su espalda la mochila con los utensilios necesarios para sobrevivir en esa búsqueda de animales. Cada que me conversaba de sus aventuras, por más que intentaba no podía entender el placer de sus ojos al recordar esas balas perforando el cuero y apagando vida. Eran venados, sus cuernos trofeos, símbolo de grandeza.
Me abrazo a la lona y juego con los resortes y las patas de fierro corrugado, intento volver un poco a esas noches de verlo tirado sobre esta misma cama, delirándome cuentos de mujeres y tráfico de drogas, Cuando todo estaba virgen, cuando era más fácil el bisnes, cuando me llenaba las bolsas de billetes.
Si la vista se enreda en el techo, sabré que esta noche volverás en el sueño, si la vista es hacia el espejo, encontraré el físico, idéntico, de mi padre cuando tenía mi edad, y usaba las mismas camisetas de tirantes, blancas, como ejercicio de limpieza, o como la posibilidad de atrapar el sudor mientras la ciudad encuentra el cuerpo.
Ir al mercado siempre nos trae nuevas cosas para el pensamiento, decía mi padre, quien como rutina tenía ir a la licorería muy de mañana, y pasar a las carnicerías para encontrar la voz de sus amigos de infancia, aquellos que crecieron a la orilla de un río y entre melodías de orquestas. Bailábamos hasta sacarle brillo a la cancha, allí donde ahora están los lavaderos, donde mataron al Piojo, el hijo de la Mariana. Y desde esa daga súbita la ausencia de las parejas los sábados por la tarde. La orquesta en silencio.
Me gusta verme la camiseta, sus tirantes me evocan tus dedos diminutos, las uñas apenas rascando mis hombros, la reacción lubricándome por el tacto.
Por la noche entra la luz. Encuentro las palabras con las que podría explicarte el sentimiento. Siempre te mofabas de mi silencio, de la impotencia abotagada en los ojos, de la necesidad de hablarte, de los límites por el miedo de no decir lo que necesitaba decirte.
En un cuaderno están algunas de las frases que guardo para el instante de tu regreso. Pude escribir con orden y simplificar la tarde aquella cuando te paraste en la acera del malecón para que abrochara tus zapatos, y explicar la risa que nos tomó por sorpresa cuando un carro levantó agua de los charcos y nos mojó la cara. Llovía y nos tomamos de la mano. El aire nos retaba, el agua era una sábana enredándonos.
Cuántas calles caminamos para llegar a tu casa, y encontrarnos con una risa cómplice de tu madre, Mira cómo vienen. Un pantalón de tu hermano quedó preciso en mi cintura, una camiseta que guardabas para mi cumpleaños tuvo estreno prematuro, y aun conservo las sandalias azules. Me baño con ellas, recorro el cuarto con ellas, para contarle al vacío que en mis pies está tu nombre.
Con las palabras a borbotones, lluvia abrazándome en la madrugada, he podido ver los motivos de tu lejanía. Que no hay quien te entienda, me decías siempre que girabas la perilla de la puerta y azotabas el fin del día, de la noche, hasta perderte de mi vista, allá entre los árboles del camellón.
Sólo las canciones podían explicarme el sentimiento. Y encendía la radio, aplastaba el play en la cinta, en el momento posterior al sudor bañándonos de placer, y movía con mis manos tu cintura, intentaba hacerte saber el contenido de la letra, apretaba tu cuerpo para decírtelo, pero nunca la palabras, imposibles las palabras.
Era tu venganza, ahora lo descubro, abrir el libro de poesía de un escritor nacido en el desierto, levantar la voz y con ironía en el tono leer sin cesar. Cuánto placer verme en el rincón, contiguo a la mesa y la estufa, de cuclillas, escuchando, fingiendo un soslayo a tu cuerpo en movimiento, siguiendo el ritmo de las palabras, Porque las palabras tienen ritmo, algo que tú nunca entenderás, decías frunciendo el seño.
Cerrabas el libro, lo aventabas a la cama de campaña, en la que estoy ahora, ordenabas a mi cuerpo, y obedecerte para situarnos frente a la ventana, y morder con tus labios mi vientre, y bajar, no sin antes pedirme que no volteara hacia tu cara, que mis ojos se concentraran en lo que pasaba por la calle, la vida, las personas, los pájaros, el ruido de los carros, el olor del viento. Me era imposible, los sentidos todos presos tenía de tu boca escribiéndome la palabra placer.
Ahora una serie de libros habitan junto al refrigerador, donde está la radio y esa botella de vino tinto que debimos beber tu primer día de trabajo, porque al fin te convertirías en empleada, en esa fábrica de muñecas, de donde sólo pretendías saber cómo se fabrican los ojos de las monas, lo que desde niña, según me contaste, siempre te llamó la atención. Celebraríamos también que la comida no faltaría, porque tendrías un sueldo semanal.
En este cuarto ya no faltan los libros, los he comprado para ti, en abonos semanales, y los pago con el dinero de la pensión de mi padre. Están ahí, encima de la repisa, donde tus ojos me miran en sepia.
Desde esta cama de campaña me alcanza la vista para esperar que la perilla de la puerta gire, que tus manos sosteniendo las llaves rompan la ausencia. Que con tus palabras exactas me expliques porqué esa canción me hace recordarte, aunque no necesite explicación al respecto. Será mejor saberlo, y asentir con la cabeza cuando me expongas el móvil de tu lejanía. (Carlos Sánchez)

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