sábado, 3 de mayo de 2008

espera


por carlos sánchez

Te gustan los corridos de narco. Y miras de reojo mientras bailas frente al espejo. De tu pieza a la mía existe un semáforo de distancia.
Te veo en el microbús con tu mochila al hombro. Te gusta la música que cuenta historias con desenlace trágico, lo sé al leerte en los labios los estribillos de moda.
Por la manera de mirar hacia el exterior mientras el micro avanza, sé que debes ir a secundaria, tal vez a primero de preparatoria. De los uniformes colegiales sé poco, de lo que mueve en mi interior la manera que tienes de caminar, sé mucho.
A veces las horas de la tarde se me van sin moverme de la ventana. Corro la cortina mientras enciendo otro cigarro, sólo para esperar la hora en que has de trepar a tu bicicleta morada. Me deleita verte el pelo suelto, y tus zapatos blancos. Me inquieta saber por qué no usas calcetines. Me inquietan otras cosas, pero aun no me atrevo a indagarte.
La ocasión aquella de premeditar la cercanía contigo, fue non grato. Simulé varias inquietudes con el mecánico del taller de bicicletas, sólo para verte de frente, de espaldas, sentir la cercanía después de tantos meses de saber que existes. Me sudaron las manos, temblaron mis piernas. Dolí hacia dentro la imposibilidad de hablarte, tocarte.
Las preguntas que no pude hacer, porque supongo que el mecánico no tiene las respuestas, es por qué te pasas las horas de los sábados observando las montañas de rines de bicicletas en el patio trasero del taller, cómo es que conduces tu bicicleta sin tomar los cuernos, de dónde sacas esa capacidad de sujetarte de los camiones repartidores de refrescos para alcanzar mayor velocidad sobre tu vehículo de dos ruedas.
Tampoco he podido preguntar, a nadie, qué tiene esa pierna zurda que hace que los balones disparados por ti se impacten con tanta fuerza en la portería del baldío donde juegas como si fueras un muchacho más.
De lo que estoy seguro, es del placer que siento al verte correr. O de la tristeza que me aborda cuando alguien carga tu mochila, o cuando los músculos de un joven pedalea tu bicicleta mientras tú encima de los diablos del rin trasero parecería que le cantas una canción de narco a ese tu conductor designado.
Desde ese sábado de entrar al taller de bicicletas, no he dejado de ir ni una sola vez en fin de semana. Me gusta observarte entre las herramientas, escalando las montañas de rines, verte cómo acaricias el cromo del aro, la punta de tus dedos dando caricias a los rayos, tus ojos maravillados entre tantas piezas oxidadas.
No son las piernas abiertas, la falda despreocupada, el color rojo de tus mejillas, el grosor rozado de tus labios, las pestañas pequeñas, la nariz apenas sugerida, las caderas pronunciadas. No son los senos apenas erguidos, el pelo rebasándote los hombros, el color negro de tus rizos. No son las palabras inocentes que pretenden saberlo todo en esos diálogos con el mecánico, con los clientes, con los que pasan y se asoman curiosos también de tu presencia.
Tampoco me lo explico, ni pretendo, por qué siempre te imagino dentro de mi pieza, sentada de cuclillas o girando en derredor de la mesa, bailando, cantando, preguntando sin cesar. Cuando menos pienso, al estarte pensando, trepas a mis brazos con tu peso leve, y con el índice partes tus labios invitándome al silencio.
Son mis manos en tu espalda dos cangrejos perfectos masajeando los músculos, acariciando el cabello, apretando para prolongar el mutis.
Me gusta correr la cortina y verte entrar por mi ventana. Saber de tu sed, de la prisa en tus tareas, del accidente en bicicleta y como consecuencia ese paso lento que te duró un par de semanas.
Enciendo la radio y sintonizo la estación que programa tus canciones preferidas. Me divierto con la banalidad de los conductores, y me descubro ausente de la crítica que siempre hacía, ante esos medios que desinforman y forman sociedades enajenadas.
Me encuentro lejos de los análisis sesudos de intelectual cincuentón, los que cotidianamente y sin cesar hacía en las clases, con mis alumnos de universidad, ante esos rostros jóvenes en los que te encuentro ahora, y todos los días.
Me da placer el color de tu bicicleta, la manera de retar el asfalto mientras tus manos elevadas son la burla de los cuernos que no sujetas, para saberte intrépida, libre, con el deseo permanente del peligro en tu rostro, la influencia directa de esos corridos que te gusta tararear mientras avanzas encima de las dos ruedas.
Te veo siempre, y no sé cuál de los momentos está más dentro de mi memoria: el verte comiendo una paleta payaso, pateando el balón, trepada en la baica, partiendo con el índice tus labios, o encima de mí con tu falda intacta.
Me es adictivo seguir en la radio, es la recurrencia por el deseo de saber que escuchamos la misma canción.
En este pensarte me va la vida. Ahora es de noche y caigo en la cuenta que no has venido hoy por la calle, no has entrado por mi ventana, los muchachos juegan futbol sin ti. Hace hambre y cansancio. Permanezco en la búsqueda de tu cuerpo, y el mío obliga al reposo, peor no me resigno a tu ausencia de hoy. Y mis dedos se resisten a girar la perilla de la radio, apagar el ruido sería desconectarme una noche sin ti.

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