jueves, 3 de julio de 2008

Huellas

carlos sánchez

Está nublado y nacen ganas de ti. Escucho nuestro juramento otra vez. Y se llena de angustia mi corazón. La voz de Julio Jaramillo me pone en nostalgia. Quisiera morir primero.
Se apagaron tus pies descalzos al llegar a los catorce años. Dejaste de repartir tortillas por todo el barrio. Me gustaba tanto tu trenza deshecha, tu rostro con ojeras, tu voz delicada y urgente al cobrar el costo del producto con las deudoras que se escondían de tu presencia.
Mamá Chabela que es tu abuela me llamaba (me sigue llamando) para que atizara a la hornilla. A las cinco de la mañana de todos los días y aprovechaba siempre para verte en el catre del patio, bostezando, y el agua esperando por tu cuerpo para iniciar el trajín.
Venías de una madre perdida no sé en qué pueblo de la sierra, de un padre que nadie supo, ambos fueron los que nunca regresaron. Tenías la angustia de los regaños de la abuela, como yo, la obligación del quehacer en la casa, el apoyo para juntar monedas de manutención.
Tenías la necesidad de la alegría, y trepabas los árboles, corrías descalza la tierra del barrio, montabas una bicicleta oxidada, jugabas a volados el paquete de tortillas, te arriesgabas para burlarte de tu derrota, de tu tragedia.
No tengo mejor sabor en la boca que el recuerdo del café tostado en casa, que las tortillas amasadas desde tus manos. En silencio nos veíamos mientras el trabajo de la mañana avanzaba. Tus faldas impecables, tus dientes chuecos, las pecas rodeando tu nariz y la sonrisa eterna en tus labios pequeños, delgados: un pincel preciso.
Hubo un día de encontrarnos en la falda del cerro, a orillas del río, mientras yo acomodaba la zafra de leña y tú levantabas verdolagas. Tampoco hubo palabras. Te seguí entre los mezquites y las jécotas, hacia la arena.
Mirabas al cielo, deshacías las trenzas de tu pelo, te recostabas de a poco bajo la sombra de un árbol.
Me veías, te veía. El ruido de las alas de una codorniz llenaba el aire. De tu boca la onomatopeya imitando el gorjeo, de mis ojos el delirio de verte la piel desde el cuello y hasta el vientre.
No supe si era un ritual consuetudinario el tuyo al desnudarte dentro de la sombra. Nunca las palabras interrogando la libertad de tus manos desechando la blusa, la falda. El corazón al rojo vivo latiendo en mis pupilas.
Vinieron después las noches de lluvia y verte con agua rondando los adoquines de la plaza, cantando a la par de los relámpagos, nuestro juramento, silvando de placer fresco dentro y fuera de tu cuerpo.
En un relámpago de tiempo también fue que se marcharon los días de tu presencia en los callejones, con las tortillas bajo del brazo, te llegó la inevitable belleza joven para arrancarte de tajo la inocencia de tus pies descalzos.
Hacen nubes y me llegas otra vez hasta adentro. Lo converso conmigo como si fueras tú, para hacer tangible tu existencia. Y sube la marea a mis sienes, porque no debí escuchar la conversación de tu abuela Chabela, porque no debí pasar por allí en ese instante.
Puedo jurar que no es cierto lo que dicen. Ayer me trepé al cerro, para contar los pasos que hay desde tu casa hasta allí. Escarbé en el río para corroborar la mentira.
Porque cuentan que el motivo de tu desaparición del barrio y para siempre, es el hurto y el pillaje, que los monederos todos de las deudoras todas los fuiste robando uno por uno. Que la alcancía de tu abuela la sembraste por un tiempo debajo del aquel árbol donde acostumbrabas quitarte la ropa. Que después te vieron disfrazada de mujer alegre dentro de una cantina y cantando para los hombres falsos.
De qué serviría enfrentar con la verdad a los que te nombran con mala voluntad. Mejor será seguir atizando la hornilla de tu abuela, mirando nomás de reojo la ausencia de tu cuerpo en el catre, las huellas de tus pies descalzos que conservo en los callejones de mi memoria.
Dicen los que me ven que han crecido mis canas, que el tiempo me dobla la espalda, que las rodillas me traicionan y resbalo fácil por la soledad que me habita.
Que nunca fui capaz de buscar una mujer que acompañara mi vejez. Cómo, digo yo, si la sonrisa en tu rostro vive aún dentro de mi garganta, y me la froto para sentirte siempre.
No hubo tal pacto, el cual en mi desesperación invento. No prometiste volver porque el vuelo de los desamparados no tiene la garantía del retorno. Ni posibilidad.
Ahora que te beso en el recuerdo debe ser ya de madrugada, porque el gallo de la abuela Chabela anda en revuelo. Froto mis manos para encontrarme con el instante más feliz del día. En unos minutos más te veré de nuevo, en tu catre vacío, en la risa intacta que me das mientras pongo otro leño en el fuego. Tarareo aquella canción.

2 comentarios:

jose fá dijo...

Muy lindo. Te abrazo.

Martín Enrique Mendívil Cortés dijo...

Es interesanta siempre leer algo sobre la vida cotidiana de los escritores (por lo menos para mí). Cómo enfrentan la vida, el dolor, la alegría, la enfermedad, la guerra por el dinero, etc. La materialidad que rodea y padece al sujeto cardinal de la escritura por supuesto que es importante. Gracias, Carlos, por compartirnos este conmovedor testimonio sobre Rascón Banda y sus últimos días. Y a lo mejor no sabes quién soy, ni de que extraña galaxia salí. No sé si sea relevante contarte que alguna vez fui considerado un poeta sonorense...Mejor te invito a que me sigas en mi más reciente aventura literaria: el blog El río al Mar (http://elrioalmar.blogspot.com/), mismo que pretendo alimentar día tras día mientras tenga día. Un abrazo y a ver cuándo nos saludamos personalmente.