sábado, 2 de agosto de 2008

La doble vida de Víctor Hugo Rascón Banda


por Alegría Martínez

"Toda la comida me sabe a dulce: azúcar pura que se deshace en mi boca; sólo con mucho chile logro a veces que me sepa distinto, pero entonces mi estómago lo resiente y sale peor”, decías por teléfono hace unos días.

Ese placer se fue de tus días como tantos otros sin posibilidad de retorno, pero el chiste era seguir vivo.

“Adelgacé más de 15 kilos. Cuando fui a la Feria del Libro de Minería me subieron cargando… odio esas escaleras. No encuentro un solo lugar donde vendan tirantes para mis pantalones y estoy chupado como mi papá, hecho un ancianito”.

Era domingo, te saliste de casa sin chofer, al volante de tus ganas de seguir aquí, aunque te faltara el aire.

Reacio a aceptar ayuda, trajiste los libros ausentes de mi biblioteca con el contenido de tu tema favorito: tus obras, tu vida.

No quisiste cruzar la puerta de mi casa, pero tampoco querías irte; apenas sentado sobre la media barda de la fachada, platicabas de aquella tarde en que un señor te reconoció por la calle.

“Quiso tomarme una foto, así de flaco como ando, con mi boina de español. Díganle que no soy yo, que soy el abuelito de Víctor Hugo Rascón Banda que anda paseándolo por la ciudad.

“Después le dije que sí era yo, pero que iba a posar como Rodolfo Usigli, con mi bastón verde de acero con tornasoles que me regaló Gerardo Luna. Hasta eso, me ilusiona sacar mi bastón. Lo malo es que yo, con muchos años menos que Usigli, me veo casi como él se veía”.

Decías que te daba flojera ir a fiestas y ceremonias, que preferías quedarte en tu cama, en tu cocina, en tu casa leyendo tonterías, pero coincidimos en una boda hace poco, a la que llegaste sofocado, y hablamos de tus pendientes.

Debías conseguir dinero porque la enfermedad te salía muy cara y además tu papá, don Epigmenio, estaba delicado.

La fuga de dinero se notaba en la sala de tu casa, donde las paredes iban quedando vacías de obras originales al calor de la urgencia para pagar el altísimo costo de tu tratamiento médico.

Te recuerdo en tus oficinas de Banca Cremi, donde parecía que la ruina del país podía esperar cuando se trataba de hablar de teatro.

Nos reíamos de tu doble vida, por un lado de abogado banquero y, por otro, de teatrero de un clóset del que te expulsó pronto el reconocimiento.

Allí, ante el ventanal hacia Paseo de la Reforma, protegido por tu ángel guardián de nombre Amparo —que aún no interrumpía pláticas con su tono inflexible para que tomaras tus medicinas ni posponía tus planes para que fueras al doctor—, allí, tu fantasía de dramaturgo viajaba sin ataduras.

Amparo no imaginaba entonces que, años después, en tu oficina de la Sogem se convertiría en guardiana de los minutos, los segundos, las horas estiradas más allá de los límites calculados por la ciencia.

También Pastora escondió sus alas mientras atendía tu casa, tu comida, la bienvenida des-de tu cochera tapizada con los carteles de tus obras. Preocupada no sólo por lo que te rodeaba y por tratar bien a tus invitados, Pastora se ocupó también de evitar la muerte de tus regalos, como la de un caprichoso bonsái que una amiga ignorante de la angustia que implicaba además mantenerlo vivo, te llevó con la esperanza de que fuera un cómplice de tus deseos.

Así Maribel, la más joven de tus protectoras, se hacía cargo de ayudarte con tus escritos, en llamar a la prensa, en pedir apoyo para ti y para quienes te lo pedían.

Qué fortuna contar con tres aliadas a prueba de balas, consagradas a cumplir tus objetivos.

¿A quién pedirán consejo ahora María Rojo y Sari Bermúdez para entender cosas, sin un árbitro de tu investidura concertadora que hablaba más de un idioma?

¿Dónde guardaste esa foto de periódico en la que el fotógrafo te sorprendió enfundado en ropa deportiva y en feliz carrera matutina por las veredas de Chapultepec?

“Me llamó el presidente Carlos Salinas cuando la vio”, llegaste a decir.

Tu imagen fue durante mucho tiempo una parte de tu orgullo, te devolvía lo que te gustaba ver de ti.

Hace poco todavía pensabas recuperarte, engordar, dejar guardados el tirante y el bastón, aunque a veces con ellos llegaste a sentirte Chéjov o Tolstoi, como dijiste, con tu nuevo look.

“Soy el único pendejo que dice la verdad”, confesaste, para agregar que Don Quijote te aburría.

“Lo detesto, aquí entre nos, aunque no tanto como al famoso Platero y yo que tiré a la basura o como El viejo y el mar, porque en esos libros no pasa nada. Y a mí me gusta la acción, por eso escribo teatro.

“Yo quiero hablar de los narcos y de mi salud y de la vida de un escritor en un país donde no se lee y todos tenemos que trabajar en otra cosa para poder vivir.

“Cuando llega a tocar mi puerta una mamá con un hijo chiquito y me dice: ‘Mi niño quiere ser escritor, ayúdeme, ¿cómo le hago?’ Yo lo que trato es de desalentarla, de decirle que la escritura no le da una vida digna a nadie, que yo escribo por frustración y por indignación, pero antes elegí estudiar Derecho, que era la carrera más lucrativa de que tenía noticia.

“Escribí en serio cuando ya estaba grande, cuando dejé atrás mi pueblo minero abandonado, donde lo único que existía era la palabra”.

2 comentarios:

Martín Enrique Mendívil Cortés dijo...

Es interesante siempre leer algo sobre la vida cotidiana de los escritores (por lo menos para mí). Cómo enfrentan la vida, el dolor, la alegría, la enfermedad, la guerra por el dinero, etc. La materialidad que rodea y padece al sujeto cardinal de la escritura por supuesto que es importante. Gracias, Carlos, por compartirnos este conmovedor testimonio sobre Rascón Banda y sus últimos días. Y a lo mejor no sabes quién soy, ni de que extraña galaxia salí. No sé si sea relevante contarte que alguna vez fui considerado un poeta sonorense...Mejor te invito a que me sigas en mi más reciente aventura literaria: el blog El río al Mar (http://elrioalmar.blogspot.com/), mismo que pretendo alimentar día tras día mientras tenga día. Un abrazo y a ver cuándo nos saludamos personalmente.

Barbara dijo...

Ummm, interesante, Rascón Banda fue maestro de mi mamá en la secundaria, y decía que ella tenía letra muy bonita. Después se la volvió a escontrar en Banca Cremi, ahí fue donde lo conocí.