Brígite pinta sus labios con pulso de rotulista. En su cadera un pantalón de mezclilla marca las curvas hacia sus muslos. En el espejo están sus diecisiete años de vida.
En un camerino cabe la historia y la ilusión del triunfo. Brígite remarca con la punta del lápiz el negro de sus cejas, la línea perfecta que resalta la vivacidad de su rostro.
Desde la bocina encima del todo de un vochito modelo antiguo, escucha la advertencia del tiempo que falta para que inicie la función.
Ajusta el cinturón de aros cromados sobre las presillas de su pantalón, se talla la blusa roja con barbas de hilaza blanca que le acaricia el vientre. Un sombrero abandona el perchero, cae sobre su cabeza y aplana el tupé rubio contra su frente.
Dos pinceladas más de rubor, el atomizador desparrama perfume sobre su cuello, la mirada va hacia los botines marrón y la sonrisa acusa la cabalidad del vestuario, el maquillaje.
La música llena el escenario, tercera llamada. Brígite alcanza su anhelado proyecto: ofrecer el movimiento de su cuerpo a los espectadores del circo, mientras con sus manos pasea entre las gradas una caja de palomitas como oferta. El primer paso está dado al iniciar la función.
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Huele a tierra húmeda. Las luces violetas llenan el interior del cuasi globo que es el circo, y a los espectadores en las gradas de madera. Huele a esquite reventado en una olla de metal, y a salsa picante.
Las manos del recoge boletos ahora son dos palomas reventando aros hacia el viento en medio del escenario. La melena golpea la licra en la espalda del joven, en cada paso hacia sus costados se improvisa un baile al ritmo de piano y trompetas. Súbito es el disparo del payaso que avienta una flecha para acertar el medio de la esfera que arroja el malabarista, y llevarla hacia las gradas. El padre de familia levanta con orgullo y como trofeo el par de objetos. Desconcertado y feliz el hijo menor de cuatro observa cómo de las manos de su progenitor un par de aves se levanta en vuelo. Eso es magia, grita el payaso encima del aserrín, en el umbral de la pista.
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Circo Richard es el nombre, está asentado en la periferia de Cócorit, allá junto a un letrero que informa sobre el número de habitantes de la población. Tienen sus árboles la característica de un pueblo afable en su gente. El quiosco de la plaza luce la iluminación casi naranja y en derredor hay bicicletas esperando por las parejas que se apean para llenar de oxígeno los pulmones. Un niño patea una botella de plástico que reemplaza al balón, las manos de su padre son un portero sagaz.
Tiene la calma esta región de familias dedicadas a la tierra, llenos de alegría y ejerciendo el saludo transparente prendido de los ojos. La palabra amor no sabe que existe el término cursi, ni se encuentra banal, fluye en la voz de dos enamorados que se encuentran cada tercer viernes del mes, y regalan elotes recién cortados de la milpa a la primera persona que se les atraviesa en el camino, es un desplante de la felicidad y desean gritarlo con su bondad. Echan a un carro diminuto, ya como gratitud, ya como solidaridad, el fruto de la tierra, el resultado de las aguas regadas de madrugada y con una pala guiando la dirección del líquido.
Dos cuerpos son uno y la sonrisa como pauta en cada frase, en todo diálogo. Hay un trago de cerveza y el panorama es un verde nocturno en el pedazo de tierra que es la vida. Hoy es viernes y la existencia toca el corazón.
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Brígite se contorsiona, eleva un pie hacia el cielo, gira en derredor de su cuerpo, quita el antifaz y en la última vuelta los hombros desnudos son un reto para el padre espectador. Diez pesos del boleto están más que compensados. Valió la pena transformar el circo en un teibol, imaginar la cadencia de la cirquera complaciendo como gratitud de la rechifla ante su presencia en la pista.
Brígite trepa su mirada lejos, fuera de la carpa. Sabe la función como un trampolín para el futuro, lo que viene es el triunfo, su nombre en el cartel de un teatro de renombre y como primera actriz. En unos segundos el payaso que es el amo de la carpa, hace desaparecer a la mujer púber, para ese momento ya el camerino se transforma en dormitorio, afuera el sueño de los niños, la imaginación de los padres, marcha en pasos hacia sus hogares. Cócorit vive sus noches de trascendencia, lo confirma el malabarista de la melena, el recoge boletos quien ante el guiño de una cocoreña intuye que este pueblo puede ser la tierra para sembrar su apellido. Y ver a los hijos llenos de malabares. La joven, adolescente, con sus trenzas perfectas, escucha las palabras del cirquero, con emoción atiende las historias del trabajo que él le cuenta.
1 comentario:
un abrazo, Carlangas.
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