jueves, 29 de enero de 2009

presos de solidaridad


texto: Carlos Sánchez / apunte: Enrique Aréchiga

Hay un piano eléctrico encima del buró. La cama tendida de manera perfecta. Unas cuantas camisas ordenadas en un tubular que hace la función de clóset. Una chicharra eléctrica para tibiar el agua y desde la cubeta bañarse a jicarazos.
Apenas toco la puerta de la habitación y la voz de Gilberto me atiende. Dice que espere, que termina de cambiarse. Espero. Apenas abre la puerta y observo la tranquilidad en mis sentidos. Observo también el orden y el piano eléctrico me seduce, me tiemblan las manos por tocarlo, aunque no sepa cómo se construye un acorde en las teclas. Mientras mi amigo habla doy un paneo a la habitación que debiera ser celda. O es celda pero sin rejas. Una buhardilla para cumplir una condena, en un segundo piso, en el pabellón de ala izquierda de la penitenciaría.
Gilberto al abrir la puerta no sólo abre los brazos para el saludo, le digo que traigo unas monedas para comprar huevos, tortillas. Para qué quieres comprar, contesta. Sin más explicación abre el refrigerador, señala un paquete de chorizo, güinis. Hay sobre la mesa una bolsa con pan y la estufa eléctrica de dos parrillas, dispuesta.
Truena en el aceite el mejor chorizo, el que se hace en abarrotes Tacupeto. Me lo trae mi amá, dice Gilberto mientras va quitando la espuma de afeitar de su barbilla con el filo de un rastrillo. Puedo ver la pulcritud de sus acciones para con su cuerpo. Las ganas de presentarse ante la vida y su rutina diaria: sus labores en la escuela, asesorando a internos y organizando exámenes, revisa también la bitácora de actividades deportivas, los pendientes con los mismos colaboradores externos del penal.
A Gilberto lo conocí allí mismo, con la energía de un maestro de ceremonia exponiendo el programa de inauguración de un mural pintado por Enrique Aréchiga, otro interno, luego lo miré diciendo palabras de gratitud en la exposición de dibujo colectiva de presos, montada en una aula.
Lo he visto también bateando la bola, prendido del guante, corriendo las bases. Gilberto espera paciente el tiempo para regresar al barrio, el hogar.
Mientras la vida se dispone, hay la necesidad de caminar el interior de la cárcel, gestionando esto o aquello.
Es una costumbre ya llegar a la cárcel sin la preocupación del reloj biológico tocando las puertas del estómago, exigiendo comida. Saber en la mente el nombre de Gilberto es resolver el desayuno, la comida, el refresco.
Me pregunto constante y lleno de gratitud, cómo es que un preso puede dar lo único que tiene. Y me respondo como argumento la capacidad solidaria que existe entre estas personas tan llenas de tristeza, profesionales de la paciencia y el deseo de amar, ser amados.
Dónde queda esta lectura de que en las cárceles vive la escoria humana. Por fortuna sé que en las penitenciarías vive el amor desmesurado, la posible compañía, un buen diálogo, el abrazo mirando a los ojos.
Mientras los huevos con chorizo bajan hacia el vientre, el cuerpo parece elevarse, no puedo describir con precisión la emoción, es como si el alma no encontrara sosiego de tanto sentir. Cómo y con qué compro este regalo de alimento que la vida al través de las manos de un camarada me provee. Yo que siempre litigué con celo el platillo siguiente en una infancia en la que tener en silencio las tripas no era asunto sencillo.
No sé aún cómo es que puedo tenerlo todo ante ese gesto de solidaridad del camarada Gilberto, y los otros tantos que me abrazan con sus atenciones dentro de la cárcel.
Le he dicho a mi amigo mientras ya el café es un aperitivo para la charla, que la herencia de las prisiones me viene de Abigael Bojórquez, el poeta mayor del desierto. Él atento y con ganas de aprehender la vida, me entrega sus ojos atentos.
En esa celda, buhardilla, habitación sin rejas, tengo la libertad de apagar la televisión para concentrar los sentidos, el pensamiento y construir las frases que nos llevan a la reflexión de un discurso libre de prejuicios, y buscar la comprensión para con los demás.
Hablamos incluso de la posibilidad de un mundo sin violencia, de perseguir la alegría, de construir una armadura contra los ladridos de los perros. Y seguir los pasos encima del potro que es la prisión, soslayando las trabas, saltándolas por salud y ganas de avanzar.
Mi amigo Gilberto tiene lleno el refrigerador de comida para repartir. Tiene además del piano eléctrico el deseo de la música en la garganta. Canta a solas, indaga las notas acierta de instantes para la felicidad.
Mi camarada Gilberto es la caja de Pandora abierta siempre para mis ojos, para las necesidades mañaneras de esos días de ir a la prisión donde leo textos de varios autores y reviso cartas de amor de los presos. Ayudo pues a construir un discurso para los que necesitan comunicar.
Mi compa el Gilberto no tiene una radio en su cuarto, y hace falta, como él para esta vida. ¿Alguien quiere donar una? Aviso económico con ganas personalísimas de estar completo en su buhardilla, mientras guiso y preparo el café. La radio es la madre de todos los medios, un vehículo para conversar. ¿Quién dijo yo?

1 comentario:

Unknown dijo...

Descubro tu blog y tus historias me atrapan.Te felicito por tu estilo y en especial por entrar al mundo de la penitenciaría para dar y recibir.

Un saludo.