domingo, 15 de febrero de 2009
El libro y la cuestión editorial
TODO EN ARAS DE LA CULTURA
Raúl Olvera Mijares
Editar libros se ha convertido en la forma más cómoda de hacer ajustar cualquier presupuesto, tanto en instituciones públicas como privadas con presuntos fines culturales. Como tantas compras, el libro se cotiza a un precio con el impresor que ya incluye la hinchazón de donde han de salir las partes para distintos oficiosos, llámense jefe de publicaciones, coordinador editorial o diseñador. Una vez publicados, los libros acaban en bodegas a dormir el sueño de los justos, donde los ratones y el agua dan cuenta de ellos. Aún hoy se cree que hacer libros se limita a contratar un formador, una imprenta y organizar una sola presentación, para luego almacenar los ejemplares que queden.
De dudosa calidad resultan la mayoría de los volúmenes, al menos los publicados con fondos estatales, empleados más bien como tarjetas de presentación entre autores noveles –jóvenes imberbes o bien viejos desahuciados para la verdadera escritura. Las bibliotecas, el fomento a la lectura, la distribución real de los materiales bibliográficos se han visto resumidos en proclamas demagógicas, como aquella de Hacia un país de lectores y la absurda erección de bibliotecas que, por mala planeación, permanecen cerradas, pues podrían venirse abajo en cualquier momento.
Varias son las instituciones que se han echado a cuestas la encomiable labor de sacar a la luz valerosos volúmenes. Entre ellas, los institutos de cultura, las universidades tanto autónomas como de paga, los centros culturales y por supuesto las casas editoras privadas, que van desde las grandes, verdaderos trusts en manos de mercenarios extranjeros, hasta las pequeñas, no pocas veces casas chicas de escritores coludidos con el régimen, quienes se dedican a editar a sus amigos y a autores de renombre que puedan trasmitir un poco de fama. El círculo vicioso de ver publicada la propia obra es difícil de romper y, sin ser conocido de antemano o tener conectes estratégicos, se erige empresa, si no imposible, casi milagrosa.
Tanto políticos como entusiastas de la cultura reconocen el valor del libro, el cual es uno de los objetos culturales más delicados y exigentes. No basta con dar a la imprenta materiales de dudosa pluma o bien emplear un papel de una calidad y textura aceptables, cuando la tipografía, el diseño, la corrección de estilo dejan mucho o más bien todo que desear. Da verdadera pena por la tala inmoderada de árboles y el empleo inútil de celulosa.
LA RESPONSABILIDAD DEL EDITOR
La cultura cuesta. Sólo el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes tiene un presupuesto equivalente al de varias secretarías de Estado juntas. Es un despropósito pensar que haber pergeñado un par de libros lo califiquen a uno para ser editor. Este es el inveterado mito de que todo escritor es por naturaleza editor. Ser editor de verdad implica tener una formación cultural amplia, no solamente en las bellas letras, sino haber pasado varios años por la universidad y no en cualquier carrera, por cierto. Ser lector también de periódicos, revistas y obras académicas, sobre todo, científicas y humanistas. Tener los ojos abiertos a cualquier manifestación escrita o tipográfica. Ser editor es estar poseído por un prurito casi morboso por la perfección, ese ideal de la nula errata, horizonte casi inalcanzable pero que al fin da sentido a la callada y maniática labor.
El poder industrial y el cultural no están reñidos. Barcelona, Milán, Fráncfort del Meno, son centros de la industria y el comercio pero, al mismo tiempo, son capitales alternas de la cultura, en disputa continua con las verdaderas capitales, Madrid, Roma y Berlín. Las casas editoras, para sorpresa de muchos, representan el punto de confluencia entre el pensamiento teórico y el práctico, entre las ideas y las obras, entre los sueños y la realidad. Nunca resultará inútil insistir en la importancia del humanismo y la promoción de la lectura. Hacer libros para gente que no lee es un despropósito, sólo justificable por el deseo de cultivar la imagen, tal como sucede con ciertas instituciones que navegan bajo el cómoda bandera de la Cultura. Reformas en el sistema educativo –en todos los órdenes– se requieren con urgencia. La participación de los particulares es imprescindible. El Estado, por sí solo, no es suficiente.
EL SECTOR PRIVADO
El impulso necesario tendría que venir de la inversión privada. Ojalá que, como en la rama de los bancos, un día los mejores libros se los disputen, en nuestro país, las principales ciudades –la capital, Guadalajara, Monterrey, Puebla. Sacar a la luz libros propios –hechos, escritos, editados o traducidos en el lugar– es una de las maneras más eficaces de fomentar el desarrollo económico y político de la región. Es ofrecer trabajo a mucha gente y recoger ganancias nada desdeñables, hallando nuevos terrenos para la inversión.
Si se piensa que los grandes sellos editoriales tienen la cuestión resuelta, bastaría acercarse a alguno de los llamados editores comerciales para tomarle la temperatura a la situación. En la pasada Feria del Libro, que tuvo lugar en Monterrey, hubo ocasión de entrevistar a editores y autores. Además de las molestas giras por las ferias, las entrevistas concertadas y las declaraciones bajo mordaza, los escritores deben padecer, y no poco, bajo las jurisdicciones de los grandes sellos editoriales. Quizá quienes escriben parezcan invulnerables, todopoderosos, colocados en un mundo más allá de toda perturbación aunque esto, en la realidad, no es más que pura apariencia. “¡Qué es un escritor sin un editor!”, le oí alguna vez afirmar en tono de autosuficiencia a un editor de un connotado sello comercial. Más que editor habría que hablar de publisher –así en inglés– o de publirrelacionista, otro horrible neologismo. Se puede ser bastante ignorante, no conocer el idioma, mucho menos tener gusto para las bellas letras y desempeñar, no obstante, la labor de seleccionar libros y autores en el ámbito comercial.
Pedro Ángel Palou, autor y figura pública en su natal Puebla, concibe el problema del trato recibido de las grandes casas editoras en estos términos: “ Hay un grupo de escritores latinoamericanos que hoy curiosamente, publicando en editoriales globales (Planeta, Alfaguara, Mondadori), no nos leemos. Es necesario romper este círculo vicioso de lo que llamo el nuevo colonialismo cultural de las editoriales españolas, que compran los derechos mundiales de un autor en castellano, para sólo publicarlo en su país o en los países que quieren y, precisamente, para no llevarlo a España. Hay toda una perversión incluso en el modo como se promueve al escritor en América Latina a partir de las famosas ferias, que tienen también su propio sector. ¿Quién viene a la feria? Pues, sobre todo, alguien que lee. Y el esfuerzo que hace el país, el esfuerzo que hacen los propios escritores de venir, el esfuerzo que hacen sus editoriales se diluye, porque lo que no hacemos es leernos y discutir entre nosotros.”
LA CUESTIÓN DESDE DENTRO
A propósito de la situación que debe enfrentar una editorial de gran envergadura y trayectoria histórica como es el Fondo de Cultura Económica, que debe enfrentar, con un presupuesto restringido, dificultades como la de reeditar todo lo que los académicos, intelectuales y escritores demandan. El problema del almacenamiento de los libros, el volumen de los tirajes, el presupuesto para promoción son otras tantas cuestiones. Joaquín Díez Canedo, anterior jefe de ediciones, explicó: “Efectivamente, reeditar lo que tiene el Fondo es muy difícil. ¿Qué viene en auxilio? Las nuevas tecnologías, aún no incorporadas del todo. La impresión bajo demanda, por ejemplo, favorece el manejo de volúmenes muy reducidos. De hecho hay un gran interés entre los autores de publicar sus libros en el Fondo. Nos parece que todo autor tiene una convicción de que su libro es importante y original. Alguien que quiere proponer un libro, sin embargo, debe primero hacer un pequeño examen de conciencia y, por lo menos, que lo lea alguien más.”
Ser autor parece algo glamoroso, vivir de lo que a uno le gusta hacer, no está nada mal, pero entraña una serie de consideraciones éticas respecto a los usuarios finales de los libros. Sería irresponsable por parte de todos –creadores, mecenas y publicistas– no pensar en que elevar el ego de alguien, poner en el mercado una serie de artículos que difícilmente se consumen y especular en nombre de la cultura, sin hacer verdaderas campañas para formar lectores, es traer cada cual agua para su molino, desdeñando el provecho general y el bien común. Los libros son necesarios y hasta indispensables, pero únicamente los buenos, no cualquier mamotreto que por estar impreso y encuadernado se presenta como un producto valioso.
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1 comentario:
Interesante artículo. Los libros que están en bodega son dinero que se comen los ratones, es el pan que se podría ofrecer a precios muy accesibles en distintos lugares,
No es solo escribir un libro haciendo mancuerna con un editor va con ello la responsabilidad casada de ver a quien se le ofrece más allá de una presentación.
Como bien informa el resumen, es ser promotor cultural, fomentador de la lectura, y para ello se tiene que tener bien claro el concepto de lectura, que trasciende el diálogo con las letras encontrando el lenguaje subterráneo que paralelamente a un texto literario navega bajo las letras y sólo un lector puede hacer brotar el manantial. ¿Qué pasa con las librerías? ¿Con los precios? Para quien es favorable que se coleccionen libros en una bodega en espera de ser triturados cuando son mordisqueados por los roedores. Ups Carlitos, me emocione pido disculpas. Un abrazo para ti
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