martes, 13 de octubre de 2009

Descarga de hechos


Un perro rasgó la madera. Con los dientes intentó doblegar la puerta. Aullaba. Dicen que los poetas nacieron para morir solos. Los alcohólicos también. Y en soledad murió tu esposa (quien de poesía tenía sus manos en el lavadero), hace muchos años, en la misma casa donde ahora está ese auto de la Policía Estatal Investigadora, con agentes que intentan extraer tu cuerpo.
El perro que rasgó la madera está echado, debajo del lavadero por donde el agua y el jabón fue parte de la rutina familiar. El perro observa hacia la rendija que hay entre la puerta y el suelo. Su mirada cuenta un cuento de angustia. Los del gobierno aguardan la llegada de un cerrajero. No se atreven a derribar la puerta con la culata de sus armas, porque en estos casos, la violencia en los objetos alteraría el orden de la investigación.
Hace unos días, la raza te miraba entrar en los callejones del barrio, con el temblor de la resaca en los párpados. Venías de andar la vida con el morado en el ojo derecho, porque el Luis, tu hijo, te apedreó como respuesta al reclamarle que no moviera de posición la tele.
Y en el temblor estaban tus manos. En ellas la historia que nació en Nayarit, esa tierra a la que no regresarás. Porque según nos contaba el Luis antes de quedarse loco, que por venganza hundiste el puñal en el corazón de un tipo que le arrebató la pureza a tu hermana la menor. Corrías desde entonces. La mirada hacia tu espalda. Con el paso apresurado. Tenías en las manos el temblor de la desconfianza, los dedos en nicotina y un amarillo como evidencia de la adicción. Fumabas para alivianarte. Cuántas veces esa frase para conmover y te brindaran un cigarro.
Llegabas al barrio después de luchar la vida. Asmático ya de tanta mezcla y ladrillos, pintura y cemento. Venías con tu camisa suelta y los zapatos raspados de la punta. Con la memoria en el nombre de la Virginia, la madre de tus hijos, quien cometió adulterio cierta tarde de abril, en brazos de la muerte.
Al barrio. Allí donde por cuestiones de trabajo, alquilaste morada en una casa de asistencia. Entonces la mirada que te hizo toparse con su boca ya sin dientes y una peculiar belleza debajo de su pelo cano. Después nacieron la Ana, el Luis, el Fredy, la Julissa. Desde ti y la Virginia durmiendo en un catre, en el corral de la casa, entre las piedras que también un día rodaron desde el cerro. Para encontrarse.
En las uñas del perro se incrustó la polilla, de tanto insistir en el rasgueo contra la puerta, el aserrín con olor a húmedo formó una alfombra encima de la tierra. Un policía marcó una huella con su bota, la imagen quedó en la memoria de una cámara digital de la agencia del ministerio público. Días después, al juzgado cuarto, el policía iría a declarar como sospechoso de homicidio.
El cerrajero, cuestión de coincidencia, es el sobrino de Virginia, con el que apareces en una fotografía sosteniendo una veladora de primera comunión y está adherida a la puerta de ese refrigerador ya inservible. En sus manos el temblor es tan evidente como el de tus mañanas de resaca. No atina la ganzúa para abrir el candado. Pesa más que el sol sobre su rostro, la posibilidad de acertar con sus ojos la noticia que ya se rumora.
En el sonido de los radiotransmisores de los policías se escucha el nombre del Luis, tu hijo. A él le han preguntado por ti. Dicen que dijo que la última vez que te vio, estabas votado.
La ganzúa acierta ahora. El candado cede y los ojos de los vecinos se convierten en una cámara de alta fidelidad para registrar el instante. Los agentes acordonan el área, cobran derecho de piso con sus gritos y empujones. Cae entre las llantas de la patrulla, el Mechudo, el hijo mayor de tu esposa muerta. Adentro de la casa dicen que está tu cuerpo. El Mechudo grita que quiere abrazarte. Las manos y toletes le forman una valla inviolable.
Cobrabas la pensión del Seguro Social, para cambiar el cheque por caguamas. En carrera desenfrenada vaciabas los bolsillos. La alegría de tus amigos, las caricias de esa dama, que después de la muerte de la Virginia llegó para visitarte cada día de raya, estaban puntuales. Brindaban debajo del mezquite, en el patio de tu casa. Dabas un trago a la cerveza y después una dosis de de ventolín.
El Luis tu hijo no está, salvo su nombre en los radiotransmisores. Pero ha llegado el otro hijo, el Fredy, quien ahora es interrogado por los estatales. Y le abren la puerta para que te identifique. Sabe que eres tú. Reconoce tu camisa azul a cuadros. El tatuaje en tu brazo derecho con el nombre de su madre: Virginia.
Intentaste detener el cuerpo ante el dolor que te oprimía el pecho y te paralizaba la respiración. Te sujetaste del objeto equivocado. La lámpara no tenía cinta aislante en el remiendo del cable de corriente.

carlos sánchez

2 comentarios:

jose fá dijo...

¡ouch!
qué maneras

Pina dijo...

y pensar que ... así es